Como el mayor de varios hermanos que soy,
los macarrones con tomate son una de mis especialidades. He conseguido
desarrollar una receta propia que ya es histórica para mis más cercanos.
Puede que la hayan probado demasiadas veces, es cierto, pero qué quieren que
haga en una casa en la playa llena de hombres que jamás han tocado una sartén. Bastante con que no nos alimentáramos a base de una
combinación de pizza y hamburguesas.
Nuwanda no ha pasado a ser un bloguero
gastronómico, ni mucho menos, aunque la cosa vaya hoy de macarrones. Pero no
unos macarrones cualquiera. En concreto hablo de unos macarrones con tomate que
están en el extremo opuesto a los que yo haría y que aglutinan, en plato único,
todas mis manías alimenticias. La historia fue como sigue…
Los macarrones, cocidos horas antes de la
comida, esperaban con cara de tristes la atención de la jefa, muy ocupada para
dedicarles el tiempo que merecen. Solo faltaba el sofrito, un sofrito de tomate
con carne o, en plan finolis, boloñesa. Un buen chorro de aceite, que cubra bien
toda la base de la sartén, con profundidad. Añadió por lo menos media cebolla
cortada en trozos de todos los tamaños que inmediatamente empezaron a flotar.
Directamente de la bandeja en cuestión, una enorme albóndiga de carne picada
cae con violencia en el centro de la sartén casi a la vez que una cuchara de palo
–cuchara, que no tenedor o un cuchillo– tritura, más mal que bien, aquella
enorme bola de proteínas. Poco después vació un bote de tomate, casero, eso sí,
en aquella misma charca, elevando el aceite hasta la superficie y ocultando los
meteoritos 100% vacuno. Con la ayuda de una mano experta, aunque solo sean dos
segunditos, todo se funde en una salsa con tropezones indescriptible.
Y a pesar de todo, de mis –pocas– manías,
de que me guste la cebolla bien cortadita, el sofrito con poco aceite y la
carne muy picada, comería esos macarrones, tus macarrones, todas
las veces que fuera necesario. Hasta que me reviente una arteria o me dejes cocinar.
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