Hasta que me dejes cocinar

By Nuwanda

Como el mayor de varios hermanos que soy, los macarrones con tomate son una de mis especialidades. He conseguido desarrollar una receta propia que ya es histórica para mis más cercanos. Puede que la hayan probado demasiadas veces, es cierto, pero qué quieren que haga en una casa en la playa llena de hombres que jamás han tocado una sartén.  Bastante con que no nos alimentáramos a base de una combinación de pizza y hamburguesas.

No es que sea una receta compleja, ni mucho menos. Es una receta con detalles. Lo primero, siempre, es poner a cocer la pasta, en mi caso con un poco de Avecrem, aceite y sal. Después hay que cortar la cebolla para el sofrito, en trozos pequeños, lo más pequeños que sea posible, y ponerlos en una sartén a fuego suave con muy poco aceite. Tras unos minutos añado un poco de ajo, perejil y una cayena bien troceada para darle un toque picante. No mucho después se añade el tomate y se mantiene a fuego medio, removiendo hasta que se haya fundido bien con el aceite. Con todo listo, se escurren los macarrones hasta que queden bien secos para evitar un tomate aguado. Una vez hemos terminado, van de vuelta a la cazuela donde se mezclan con un poco de mantequilla y el sofrito que debería seguir haciéndose a fuego suave. Se deja calentar todo junto, para que evapore el poco agua que pueda quedar, y listo para comer. Un plato sencillo con un toque personal.

Nuwanda no ha pasado a ser un bloguero gastronómico, ni mucho menos, aunque la cosa vaya hoy de macarrones. Pero no unos macarrones cualquiera. En concreto hablo de unos macarrones con tomate que están en el extremo opuesto a los que yo haría y que aglutinan, en plato único, todas mis manías alimenticias. La historia fue como sigue…

Los macarrones, cocidos horas antes de la comida, esperaban con cara de tristes la atención de la jefa, muy ocupada para dedicarles el tiempo que merecen. Solo faltaba el sofrito, un sofrito de tomate con carne o, en plan finolis, boloñesa. Un buen chorro de aceite, que cubra bien toda la base de la sartén, con profundidad. Añadió por lo menos media cebolla cortada en trozos de todos los tamaños que inmediatamente empezaron a flotar. Directamente de la bandeja en cuestión, una enorme albóndiga de carne picada cae con violencia en el centro de la sartén casi a la vez que una cuchara de palo –cuchara, que no tenedor o un cuchillo– tritura, más mal que bien, aquella enorme bola de proteínas. Poco después vació un bote de tomate, casero, eso sí, en aquella misma charca, elevando el aceite hasta la superficie y ocultando los meteoritos 100% vacuno. Con la ayuda de una mano experta, aunque solo sean dos segunditos, todo se funde en una salsa con tropezones indescriptible.


Y a pesar de todo, de mis –pocas– manías, de que me guste la cebolla bien cortadita, el sofrito con poco aceite y la carne muy picada, comería esos macarrones, tus macarrones, todas las veces que fuera necesario. Hasta que me reviente una arteria o me dejes cocinar.

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