Nunca falta el jamón serrano del bueno, ni el foie, ni las croquetas, ni la ensaladilla rusa de mi tía, la mejor que he probado, magnífica. Botellas de vino de distintos calibres, aunque en mi familia no se bebe todo lo que me gustaría, y una carne rellena diferente cada Navidad. Tres tipos de tartas, una mousse de chocolate exquisita, champagne, turrón y demás dulces típicos navideños y un copazo...
Me he llevado tres tupperware y un par de paquetes de tabaco de papá.
Dicen que la Navidad es un momento para compartir con los seres queridos y así la he celebrado yo desde que el mundo es mundo para mi, desde que sólo tenía pelusilla en la cabeza, desde que podía cagarme encima y ni llorar para que me limpiaran el trasero.
Contando con algunas bajas, cada año nos juntamos las mismas personas, los mismos rostros, los mismos temas de conversación y se agradece a pesar de sentirme como un niño de 8 años teniendo 25. La familia tiene esa capacidad.
Los más mayores van muriendo y son sustituidos por pequeñas criaturas del demonio que un día serán hombres y mujeres de bien, de más bien que yo, espero. Los treintañeros tienden a casarse y sus ausencias son cada año más frecuentes. Quedamos los solteros, los emparejados, los menores, los universitarios, los ninis...
Siempre me acuerdo del resto de personas importantes, esas que no cenan conmigo pero que echo en falta en la mesa. Aquella profesora que cambió mi forma de ver el mundo, aquél amigo que pese a la escasa relación que mantenemos sé que me quiere como un hermano, aquella chica con la que una noche lo pasé bien y nunca volví a ver y, por supuesto, Ella.
Qué difícil es olvidar en Navidad.
Espero que vuestra cena fuera tan gratificante como la mía.
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