¿Beber con el enemigo? Esta vez no



Fuente: www.cuv3.com

Tengo un amigo que siempre se metía en peleas en nuestra época de adolescentes. Lo habitual era que la culpa de todo la tuviera el alcohol pero no siempre. Parecía atraer las movidas, como las llamábamos entonces y un poco también ahora, sin necesidad de hacer nada para merecer un tortazo a mano abierta, seguramente uno de los golpes más humillantes que existen para un hombre. Resultaba inexplicable y frecuente, demasiado.


Recuerdo estar en un antro de copas típico de Madrid donde el whisky es transparente y la ginebra amarilla, donde a los hombres no se les permite cagar o al menos no están preparados para ello y donde la barra parece estar cubierta de pegamento Superglue. Recuerdo un grupo de hombres grandes con chupas de cuero, botas militares y cabezas rapadas que tomaban una copa tranquilamente en una esquina del local y nunca olvidaré el momento en el que mi amigo se acerca a uno de ellos y le pregunta: "oye ¿vosotros vais de skins no?" El rapado estiró el brazo buscando su casco y lo encontró, y mi amigo cayó. Vaya si cayó... Nosotros nos encaramos con más chulería que otra cosa pero el choque de mi amigo contra el suelo pegajoso había logrado remover las entrañas del etílico rapado. Quizá fue compasión o quizá un poco de arrepentimiento, quién sabe. La situación cambió radicalmente. Los rapados nos daban palmadas en la espalda a mis amigos y a mí mientras el dueño del arma trataba de despertar a nuestro caído camarada. Cuando volvió en sí, su oponente le dijo: "Oye tío, ¿estás mejor?" Mi colega estaba entre asustado, enfadado y sorprendido y no pudo hablar... "Quiero pedirte perdón. Me he pasado mucho, estoy borracho y se me ha pirado la cabeza. Espera que te ayudo a levantarte." Y ahí estábamos todos juntos y revueltos, observando a mi colega como los estudiantes de medicina observan una intervención real, todos en círculo esperando el gesto que confirme su serenidad. Y así empezó todo... Acabamos de copas con ellos toda la noche, exactamente hasta que la policía nos dijo que nos fuéramos, que ellos se encargaban de nuestros nuevos amigos. El moretón duró días, como la resaca, pero todavía hoy recordamos aquella historia cuando estamos borrachos.

Y no fue la única...


Una noche de verano, bebíamos en la calle, como buenos menores, sentados en las escaleras de una concurrida plaza madrileña. Allí, haciendo el botellón más cutre que se podía hacer, el que se hace en la puerta del garito con las copas más baratas de toda la puta ciudad. Allí estábamos, según nuestros cálculos a un euro y medio la copa, pagando menos que nadie, éramos los más listos y llegó un momento en que dejamos de sentir las manos, los pies, las orejas, la nariz y el frío dejó de importar. Teníamos los huevos encogidos, pequeños como canicas, los dedos parecían morcillas de Burgos y las orejas parecían esos dulces que ponen en navidad que creo que se llaman orejones y que no puedo ni ver para desgracia y sorpresa de toda mi familia reunida en la cena de Navidad. El caso es que nos adaptamos al terreno que en peores plazas hemos toreado. Un grupo de chavales muy muy bien vestidos y borrachos como rusos al amanecer tuvo la feliz idea de menospreciar a nuestro colega, el imán, la fuente de violencia, el Dr. Jekyll. Al igual que si tiras una piedra a un cristal, éste se rompe, mi colega explotó. Lo primero que se le ocurrió fue tirar una copa llena aunque de plástico. El tonto acabó empapado en whisky con Coca Cola pero la copa impactó en su pierna sin causar ningún daño y no fue suficiente. Lo siguiente fueron un par de hielos lanzados con mucha más fuerza que precisión que fueron a impactar en el pecho y en el brazo respectivamente. El chaval ya estaba cabreado con lo de la copa y los hielos sólo fueron un poco de paja en unas brasas. Nuestro amigo quería coger la botella pero alguno debió ponerla fuera de su alcance. Jugamos limpio aunque teníamos todas las papeletas para llevarnos un par de cicatrices de regalo. Tras un forcejeo mi amigo agarró al hombre en llamas por el cuello y le apretó, le apretó mucho y dijo "Vamos a ver. Todo el mundo tranquilo. No tenemos porqué pelearnos. Qué os parece si os invitamos a un par de copas y zanjamos el tema. Él me ha tocado los cojones sin venir a cuento y le he tirado una copa, me parece justo. ¿Os hace el trato?" Todo ello sin soltar el cuello de el hombre en whisky. La tez morada del rehén indicaba que era el momento de aceptar el trato y así fue. Le soltó lentamente y le dijo: "Te has pasado y yo también. Siento haberte tirado la copa. Tomemos una y sigamos disfrutando". Y ahí se acabó la pelea y empezó, de nuevo, la noche.

Pero aún hay más...




Hace ya mucho tiempo, fuimos a una fiesta en casa de una chica con pasta, con mucha pasta. La casa era acorde al nivel patrimonial de sus dueños pero estaba muy lejos de ser adecuada al público allí reunido esa noche. Estábamos, al menos, unas 30 personas en un salón decorado y cuidado cariñosamente. Era un salón top. Abundaban los sillones -sí, sí, en plural- homogéneamente tapizados, los armarios con vitrinas llenas de recuerdos, galardones, antigüedades y libros, jarrones sobre las típicas bases cuadradas y cuadros de todos los tamaños sobre los que destacaba un gigantesco retrato de un familiar, con toda probabilidad, muerto. El alcohol y demás condimento estaban sobre una mesa baja y grande cubierta con un mantel que yo jamás pondría para recibir a mis amigos, al menos no a todos. Los invitados estábamos de pie, sentados en los múltiples sillones o en los sofás de las salas contiguas y hacíamos la ruta etílica con toda la tranquilidad que la certeza de que había alcohol para todos nos permitía. En una de esas idas y venidas, un mal tropiezo catapultó a mi amigo contra el hermano mayor de la anfitriona derribándole a él, a su copa y el jarrón que había sobre un soporte escasos centímetros detrás de la inocente víctima y se formó el lío. Esa noche no acabamos de copas con el enemigo pero casi. Tras un par de empujones, un par de "eres un hijo de puta y te voy a reventar la cabeza" o el clásico "vamos a la calle que te vas a cagar", el tema se calmó. Una mujer -sólo ellas mantienen la compostura a ciertas horas de la noche- calificó de accidental el desastre que acababa de tener lugar y envainamos las espadas, nos pusimos otra copa y mi amigo recogió los restos de su despistado caminar.

Y habría muchas más pero...

Pero no os las voy a contar hoy, no todas. Sólo una más.




Hace pocas semanas, mi amigo tuvo la mayor movida de su vida, una de esas en las que piensas que o te matan o acabas tan mal que prefieres la primera opción, una movida guapa, guapa, guapa y yo ni siquiera estaba presente. Un servidor se encontraba en el trabajo, estresado, de mala leche, cansado y con demasiado por hacer y recibí una llamada, una de esas llamadas de los más cercanos que decides no coger para-poder-hablar-más-tranquilamente-luego y que sin embargo atendí. Maldita mi atención pues lejos de darme una buena noticia me informa de que mi colega, El Movidas, se ha vuelto a meter en un lío aunque, tal y como siempre intentaba defender, no había sido culpa suya. Me partí pero me duró poco. Al parecer un guiri le había jodido pero bien, un tal Hodgkin, y lo había mandado al hospital. A pesar de que tienden a desaparecer, tengo sentimientos y en ese momento, lejos de disgustarme, me entristecí. El cabrón del guiri le había dejado un bulto en no sé dónde que podía joderle la vida. Mi amigo me lo puso muy negro, me dijo que "esto es muy jodido tío", "que eso no se cura del todo nunca". Empecé a asustarme y le dije que prefería hablar más tarde y aceptó. Me quedé totalmente paralizado, pensando. "Tiene cojones la cosa, que el mamón que después de años de peleas y alcoholismo que había logrado beber sólo cerveza y no meterse en líos fuera derrotado por un puto guiri al que no había visto nunca, ni de lejos y ni falta que hace". Hijo de puta.

Días después El Movidas me llamó muy contento y alterado. Me dijo que se había bajado al guiri, que era un "puto flowerpower" que a la mínima se acobardó y huyó. "Me ha dejado unos puntitos de regalo" pero "mi madre me hostiaría más fuerte. Un marica". Yo no entraba en mi alegría, estaba fuera de mí, casi tanto como él. Lloré y me costó dejar de hacerlo...


–¿Cuándo quedamos para unas cañas?
–¿Cómo?
–Que cuándo nos vamos de cañas.
–Cuando quieras.
–¿Mañana a las 8?
–Igual mejor dentro de un par de días ¿no?
–No. Mañana.
–Vale. La verdad es que es un día muy feliz tío y hay que celebrarlo.
–La verdad es que sí y quiero celebrarlo. Un 95% se lo merece todo.
–¡Genial! Perfecto pero esta vez no nos vamos de copas con el enemigo ¿eh?
–No. Me voy con mis amigos que son lo que más quiero en este mundo.

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