Un poco de por favor...

Soy un fiel seguidor de la filosofía de los límites. Los límites de lo aceptable y de lo que no lo es, los límites de lo posible y lo imposible, los límites de lo bueno y de la malo. A veces los aplico a cosas estúpidas pero hoy no es el caso.

Me jode la mala educación en la mesa. Nada extravangante, cosas simples, sencillas y para toda la familia... Ahí van las más importantes:


No hacer ruido: a nosotros nos convierte en orangutanes y a ellas en hombres.

Los codos: puede que no me importe tanto en el caso de una mujer ya que a ellas se les permiten esas cosas pero no puedo con el clásico machote "tensabrazos" que bebe de la copa con el codo apoyado o que comiera como si estuviera en el salvaje oeste, como si lo hiciera con navaja.

El móvil: no puedo con los yonkis del móvil. Era uno de ellos pero me estoy quitando y ahora lo detesto. Si he pedido vino, es posible que el teléfono acabe en las profundidades de la hielera.

A gritar, al campo: Yo hablo fuerte pero no grito y a veces me siento incómodo de todo lo que se me escucha y quizá por eso no entiendo a la gente que grita en la mesa. Sólo decir dos cosas: "se te escucha perfectamente" y "perdona, te puedes callar que no escucho a nadie más".

Comer dos hojas de lechuga y dejar el resto: más propio de las mujeres, permítanme. Ni me gusta ni lo entiendo. Dí que no quieres nada o pide un postre al menos pero no dejes la comida al son de: "yo como muy poco". Me cortas todo el rollo.

Los besos en la mesa: Cuando veo besos –picos o perforadores– mi mano empieza a temblar hasta el punto de tener que sujetarla con la otra para no terminar tirando trozos de pan al pequeño hueco, esa mínima raya de luz, que dejan entre sus cabezas. Si para más inri es con ruido de lenguas en fricción me levanto y les llamo la atención sin dudarlo.

Hablar mientras se mastica: sin duda la peor de todas, la que menos soporto. Y no hay distinción de sexo, nos hace menos deseables a todos. Siempre tengo la sensación de que se va a caer algún tropezón en plato ajeno.

Puede que porque se me haya ocurrido escribir sobre esto hablando con una chica que comía pizza, me he planteado qué pasaría si en una cita –esa palabra sin sinónimo apropiado– mi acompañante cometiera cualquiera de estas faltas...



Estás ahí, en el restaurante, disfrutando de un pulpo a la gallega para compartir cuando, casi sin darte cuenta, ella pone sus codos encima de la mesa, ocupando el 100% de su mitad del tablero y con el codo apoyado pincha el trozo de pulpo para después llevárselo a la boca como si de una grúa levanta-coches se tratara, como si estuviera alimentado a un niño. Dí que te está sentando muy mal la cena y métete los dedos en el baño. Estás a tiempo.

Sin tiempo de asimilar la situación llega el primer plato, un caldo estupendo, con un poco de hierbabuena o romero, –algo muy andaluz–, exquisito, que ella decide, por su cuenta y riesgo, absorber en rapidísimas cucharadas. Dos gotas caen por las comisuras de los labios. No se da cuenta o pasa de limpiarse. No te quedes callado o no podrás hablar jamás.

Con más gas que sopa en el estómago, mira la carne como si fuera, a la vez, la primera y la última vez que ve un filete mientras se queja amargamente del montón de calorías que tiene y lo muy poco que le conviene para después comérselo todo sin soltar los cubiertos, con la boca llena en todo momento, sin cortar la conversación, con trozos cayendo del tenedor por estar mal pinchados y ese tropezón... 

Ese puto tropezón que lo jode todo, ese tropezón que no me deja pensar en nada más, ese tropezón que contempla el abismo que hay entre tu boca y la servilleta, y que me grita "socorroooo", ese tropezón que siempre me visita cuando duermo, ese tropezón hará que hoy te vayas a la cama sin un beso... Un poquito de por favor... 

Todo tiene un límite y en la mesa, más.


DISCLAIMER (por si lees esto): No ha sido tu caso. Me ha encantado verte comer pizza. No he tenido ningún problema con tu sonrisa. Minipunto para ti. En mi sofá, nada de esto importará jamás.

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