By Anónima
Hace unos días, en mi tradicional paseo nocturno, mientras esperaba a que mi perro oliera cada milímetro de un árbol de Serrano, vi a una chica y un chico de entre 16 y 30 años, intervalo tan amplio como necesario pues con las niñas de hoy en día ya es imposible calcular si está recién inscrita en el colegio o doctorada cum laude, el caso es que se miraron cogidos de la mano, se dieron un beso en los labios y se separaron. Él miró cómo su enamorada criatura se giraba intermitentemente con sonrisa pícara hasta que ella dobló la esquina y (en escritura, menos es más) las miradas se separaron.
A partir de ese momento sus mundos se separaron, ella fue dando saltos de alegría cual gacela de la sabana hasta su portal, y él sacó el móvil y escupió dos veces. Ante esta situación tan básica vinieron a mi cabeza dos ideas, la primera que ¡qué marrano! y la segunda que da igual la edad que tengas o el estado civil, o sentimental, en el que te encuentres, todos necesitamos unos minutos para estar solos.
Admiro profundamente a las parejas que viven en pisos de una habitación. Me parece que es un ejercicio de equilibrio mental digno de reconocimiento. Esas mujeres que permiten que su pareja entre en un probador de un metro cuadrado para ver cómo les queda la ropa, sufridoras inconfesas... Sinceramente, hay pocas cosas más incómodas que intentar probarte ropa mientras chocas con las rodillas de un novio o marido atrapado bajo el resto de vestidos que te han gustado, tu bolso, tu abrigo y, con un poco de suerte, el pañuelito mugriento que ponen para que no manches de maquillaje la ropa. En el tema de los probadores, además, entran otras variables, intenciones, generalmente masculinas, incompatibles con la ilusión de entrar en unos vaqueros de la 36 mientras mantienes un duelo con tu estómago a ver quién puede más.
Asumo con cierto miedo que algún día tendré que compartir casa y vida con alguien, pero eso no significa que comparta hasta el último rincón de mis pensamientos. Creo que todos debemos mantener esa independencia mental, física y económica con la que hemos soñado toda nuestra vida y que puede que fuera uno de los motivos por los que hoy hay, o la habrá pronto, una persona en nuestras vidas. Nadie se enamora de un hombre cuya máxima aspiración sea vivir de tu sueldo o fortuna familiar, salvo Cristina de Borbón y así le ha ido.
Quién no ha soñado con ser millonario, con ser invisible, con ser el jefe de tu jefe, con salir en Forbes, con vivir en un aquapark, con robar en Prada, con tener un leopardo, con tener una visa sin límite ni recibo a final de mes, con poder decir lo que te de la gana, con comerse una palmera de bollo, con tener 14 hijos, con estar casada con tu príncipe azul, con vivir en Las Vegas, con tener más pecho, con no tener que trabajar cada mañana y con tantas cosas más. Algunas no son tan fundamentales pero igualmente ocupan nuestras ilusiones y nuestros pensamientos.
¿Os imagináis la reacción de nuestro novio/novia (lo siento, el término pareja no termino de asociarlo en otro ámbito diferente al deporte) cuando después de contarnos su día en la oficina nos hiciera la pregunta más perversa y malévola que se le puede hacer a alguien?
¿En qué piensas?
En ese momento, en un ejercicio de altruismo y generosidad, podrías contestarle la verdad y decirle, “pues estoy pensando que si yo fuera Amancio Ortega vestiría a los pobres niños de África con ropa de Zara” o en versión masculina “estoy pensando que mañana juego de verde y no sé dónde está la camiseta que me gusta”. Creo que hay bombas atómicas menos dañinas en una relación que esas contestaciones tan transparentes y sinceras.
Hay que mantener nuestros tesoros, nuestra vida interior, no hay por qué compartirlo todo, no es bueno, no es sano, cuando somos novios nos esforzamos en seguir pareciendo interesantes y cuando pasa el tiempo nos olvidamos de por qué lo hacíamos.
Necesitamos nuestros minutos de recreo, son gratis, no los perdamos.
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